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Mancha de peces / Relato (Cuba)

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Yonnier Torres (Placetas, 1981). Sociólogo. Narrador. Egresado del XI Curso de Técnicas Narrativas del Centro de Formación Literaria “Onelio Jorge Cardoso”. Mención en el Concurso de Cuento “El fotuto”, 2008. Segundo Premio en el Concurso Internacional de Cartas de Amor “Escribanía Dollz” 2009. Tercer Premio en el Concurso Nacional de Cuentos de Ciencia Ficción y Fantasía “Salomón” 2009. Primer Premio de Narrativa en el Concurso "Luisa Pérez de Zambrana" 2009. Miembro de la AHS.


Mancha de peces


Miré el motor como quien mira una mancha de peces. Todas las piezas eran iguales. Tal parecía que en su complicada estructura y engranaje, se estuvieran burlando de mí. Ella se sentó bajo el único árbol en 500 metros a la redonda, cansada de maldecir a orillas de la carretera, después de dos horas sin ver pasar un solo auto. ‹‹Debí haberlo imaginado››, pensé mientras me quitaba la camisa y comenzaba a apretar las piezas una a una, ‹‹un carro que solo se alquila por quinientos no es confiable››. En realidad no sabía lo que estaba haciendo, machacaba un boquete con el puño, comprimía una manguera, buscaba junto al fondo algo suelto, es lo que siempre hacen en las películas, luego trataba de encenderlo pero se mantenía inalterable, sin arrancar.

Ella al principio solo tenía cara de arrepentida, pero poco a poco su semblante fue cambiando y se tornó hostil al punto de caerle a patadas a las gomas, decir que yo era un inútil y que hubiera sido mejor haberse quedado en el pueblo. Luego se echó a llorar, con las manos cubriéndole el rostro.

-No teníamos otra alternativa, era ahora o nunca -le dije y traté de darle un poco de aliento, trasmitirle la confianza que a mí me faltaba.

–Además, yo de esto sé mucho, ya verás como dentro de un rato lo arreglo y antes de que anochezca habremos llegado a algún sitio.

Volví a mirar el motor, esta vez con ahínco, como si lo desafiara a una prueba de resistencia visual, mientras ella caminaba resignada hacia el árbol y la carretera permanecía desierta.

Lo habíamos planeado tantas veces que nunca contamos con que pasara algo como esto.

–Ahora no nos podemos echar para atrás, hay que seguir con el plan, ¡como sea! -le grité. Para recalcar mi determinación me calé la gorra con fuerza y seguí apretando las piezas, le di un par de golpes al radiador, traté de empujar un poco el auto, pero todo el terreno era plano, así no íbamos a llegar a ninguna parte.

El calor del mediodía sobre la carretera era insoportable. El sol calentaba el asfalto y levantaba cortinas que me impedían ver con claridad el horizonte. Busqué en el mapa el lugar en el que estábamos, quizás hubiera alguna gasolinera cerca, un taller, un pueblo, cualquier sitio donde nos pudieran ayudar. Las líneas se cruzaban unas con otras, el sudor caía sobre el papel y la tinta gastada de los pliegues me hacía perder la noción del espacio. Yo solo quería sacarla del pueblo, darnos una oportunidad, no podía concebir que por una rotura de mierda las cosas se nos fueran a echar a perder. Le pedí que me ayudara, que dos cabezas piensan más que una, pero se quedó allí, ajena, bajo el árbol, a lo mejor sopesando las diferencias, imaginando qué era peor, si seguir en el club o empezar desde cero, varada en el medio de la nada, en una carretera terriblemente desierta.

‹‹Aquí no tenemos futuro››, le había dicho dos meses atrás, cuando comenzamos a planear la fuga, ‹‹yo siempre seré un obrero del aserrío, con un sueldo de mierda, una vida tediosa, un plato de lentejas para la comida y tú siempre serás una puta, hasta que llegue la hora en que las carnes te cuelguen y te quedes para servir tragos o limpiar el suelo. Dicen que en la zona norte hay mayores posibilidades, allí nadie nos conoce, podríamos tener una vida diferente, montar un negocio pequeño, para empezar, una tienda, una cafetería, un restaurant››. Pero para eso necesitábamos una buena suma. Hice turnos extras, me encargué de transportar todos los tablones desde la base hasta el almacén, pasé noches enteras encima del tractor. Ella puso mucho de su parte, se esmeró en el maquillaje, en la poca ropa, pidió propinas a base de un minucioso sexo oral y hasta cobró por vestir y desvestir. Con lo que logramos y los ahorros que teníamos, no nos alcanzaba ni para la gasolina. A nadie se le podía pedir prestado porque comenzarían a sospechar, al menos si ella trabajara en otro sitio, pero eso es lo complicado de enamorarse de una puta, una vez que entran al club, ya no las dejan salir ni para tomar el sol.

En el maletero encontré un par de tubos, quizás era eso lo que necesitaba, pero no sabía dónde colocarlos. Los tomé para medirlos y encajaban perfectamente entre dos piezas laterales del motor, formaban una figura muy graciosa, como una Z ondulante. Cerré el capó, traté de encender el auto pero nada, solo ronroneaba un poco y se volvía a apagar. Prendí la radio, quizás si encontraba una buena emisora podía sacarla del árbol. Sintonicé un tema de Ray Charles, Hit the Road, esa canción le encantaba, vino directo hacia el auto y se sentó en el asiento delantero. Recordé lo mucho que bailábamos en el club, yo siempre trataba de llegar temprano para ser el primero de sus clientes, al final, cuando salíamos a la pista, iba hasta la victrola, seleccionaba Georgia in my mind, y al oído le contaba los nuevos avances en nuestro plan. Debíamos dar el golpe preciso, los dos a la vez, ella robaría en la caja del club y yo en la oficina de pagos del aserrío, luego nos reuniríamos en la calle que colinda con los sembrados. Lástima que no hayamos podido alquilar un coche mejor y el cacharro se nos rompiera en medio del camino.

Interrumpieron la canción de Ray Charles para dar el parte meteorológico, anunciaron lluvias fuertes para la zona norte, y aunque no sabíamos muy bien donde estábamos, se nos quitaron las ganas de seguir oyendo la radio. Ella salió del carro, se paró en el centro de la carretera y trató de mirar al horizonte.


Publicado en Desliz / Archivo Virtual


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